Anotació

La incòmoda comoditat

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Ives Marchand & Romain Meffre, «Ballroom, Lee Plaza Hotel», Detroit.

 

La incómoda comodidad

 

Algunas veces, muy pocas, nuestra prolongada y casi absoluta abstinencia de espectáculos públicos llega á pesarnos. Nos decidimos entonces a realizar una nueva tentativa para divertirnos. Queremos ir al teatro, cueste lo que cueste. Consultamos los carteles, escogemos. Se anuncia la inauguración de una temporada. El coliseo es de los menos destartalados, fríos y sórdidos con que cuenta la ciudad. Va a presentarse en él una de las primeras compañías dramáticas de España, y se pondrá en escena la obra famosa de uno de los mejores ingenios nacionales. ¡Vamos allá! Un momento, reverdecen nuestras ilusiones marchitas; nos regocijamos de antemano, nos prometemos una velada deliciosa.

Habrá que vestirse, ¿verdad? Será necesario prepararse, componerse… ¡Quiá! ¡Qué tontería! Nos dicen que vayamos al teatro sin miramiento alguno. Todo el mundo va así, con el mismo traje de diario, sin quitarse el polvo de los zapatos, muchos hombres sin rasurarse. En Barcelona no se hace caso de esas triquiñuelas: se pasa bonitamente del almacén a la platea, sin lavarse las manos. ¿Quiere usted comodidad mayor?…

El espectáculo está anunciado para las diez. Nos parece excesivamente tarde para dar comienzo a cuatro largos actos. ¿A qué hora terminará la representación? No importa: estamos dispuestos a divertirnos, sea como sea. Cuando llegamos al teatro, con puntualidad, nos encontramos con que en la platea iluminada todavía no hay nadie. Solamente arriba, tocando al techo, la muchedumbre que llena la entrada general de rumores y se estruja. Nos sentamos. Hace frío, un frío horrible, inverosímil. El violín del sexteto, guarecido junto al piano decrépito y arrebujado en una bufanda verdosa, va templando despacio las cuerdas gastadas de su instrumento. De cuando en cuando lanza una ojeada indiferente al paraíso, de donde brotan silbidos, palmadas nerviosas y una sorda trepidación de impaciencia. Pasan los minutos. No llega nadie. Podemos esperar tranquilamente, sin molestia alguna. ¿Puede soñarse una comodidad más amplia?…

Van saliendo los cinco músicos que faltaban, uno tras otro, muy de tarde en tarde, como si vinieran de las cinco partes del mundo. El público se enfurece. Tocan un vals para calmarle. La platea y los palcos continúan desiertos. Terminado el vals, los músicos vuelven a sumirse en las profundidades del foso escénico. Los gritos y silbidos arrecian. Suenan timbres. Se esparce en lo alto un inmenso suspiro de satisfacción. Se apagan las luces de la sala; se encienden las baterías. A las diez y veinte se levanta el telón. Entonces, precipitada y escandalosamente, los espectadores de preferencia comienzan a invadir palcos y butacas. A esto llamamos en Barcelona arribar i moldre. ¿Puede darse mayor comodidad para los moledores del prójimo?…

Vienen sofocados, como si les hubiese faltado tiempo para acudir al teatro. Los hombres entran con la colilla todavía encendida, un palillo entre dientes. Las mujeres hablan en alta voz, ríen, se apresuran, se quejan de haber llegado tarde. Hay un revuelo enorme. No se oye nada de lo que se dice en el escenario. Es imposible estar atento. A cada instante los rezagados irrumpen las filas de butacas, y están tan apretadas que lo mejor es levantarse para abrir paso. Casi nadie se ha tomado la molestia de dejar las prendas de abrigo en guardarropía. Los espectadores se presentan equipados como para un largo y peligroso viaje, con abrigos, bufandas, pieles, sacos, bastones, gemelos y sombreros. Estos objetos, sin perdonar uno, os los van restregando por las narices, entre pisotones, apreturas y magullamientos. Luego viene el despojarse de tantos estorbos y la ardua tarea de embutirlos en la estrechez del sillón. Hay quien permanece largo rato de pie, con el sombrero puesto, obstinándose en arrollar el abrigo en el brazo de la butaca o tenderlo entre el respaldo y las rodillas del que está detrás. Suenan voces airadas: “¡Sentarse! ¡Sentarse!” No importa. Lo esencial es evitar gastos superfluos. Es el colmo práctico de la comodidad.

Llega, a la mitad del primer acto una familia entera, con toda su impedimenta. Son padre, madre, dos muchachos y una niña de seis años. Toman asiento delante de nosotros. Apenas instalados, y la instalación es laboriosa y difícil, el padre comienza a removerse, mirando hacia atrás, hacia el fondo del patio. “El acomodador —dice—, ¿dónde está el acomodador?” El acomodador no aparece. Pasa un minuto. La niña se queja en alta voz: pide algo, le falta algo. El padre le manda callar, pero él vuelve a removerse y a inquirir con enfado: “¡Este acomodador! ¡Diablo con el hombre! ¿Dónde se habrá metido?”. Los que estamos detrás de la familia no tenemos más remedio que intervenir en el misterioso conflicto, ver si entre todos logramos solucionarlo. “A ver —decimos—, el acomodador; que venga el acomodador!”. Finalmente, el acomodador se presenta. “Un taburete”, pide el padre. “¡Un taburete! Traiga usted un taburete, ¡por Dios!”, solicitamos todos. Y al llegar el taburete anhelado, vemos con estupefacción que no es, como podía suponerse, para la dama, sino para la chiquilla. En vez de colocarlo en el suelo lo ponen sobre una butaca, la que está precisamente delante de nosotros. La niña se encarama y se sienta, elevándose dos palmos por encima del nivel común. Y he aquí que, al resolverse el problema, nos quedamos, definitivamente, eliminados del espectáculo: en lugar de la escena no vemos más que las movedizas espaldas de la muñeca, tambaleándose de continuo sobre su pedestal. El padre no ha sospechado ni por asomo que su querida hija nos esta fastidiando. ¿Os parece poca esta comodidad?…

Hasta aquí sólo pudimos percibir vagamente, en lontananza, que se representaba algo en escena; pero no sabemos de qué se trata. Cae, de pronto, el telón. Entreacto. Se ilumina la sala. Vemos que la platea, los pisos, el teatro entera han ido llenándose hasta rebosar. Hay lo que se llama un entradón. Pero el aspecto del público es deplorable. Si no supiéramos que estamos en Barcelona creeríamos hallarnos en una población de último orden, provinciana y además plebeya, sin pizca de sensibilidad social. Es evidente que nadie se ha preocupado en el vestir, y están peor aún los que dan señales de que se preocuparon de eso a su manera. Hay corbatas deslumbradoras, sombreros polvorientos, rostros con barba de tres días, mucha quincallería barata y un desaliño casero inconcebible. Los espectadores se muestran por completo indiferentes, unos con respecto a otros. No se conocen entre sí, pero además es evidente que no tienen la menor gana de conocerse. Cuando ven en la sala alguna persona amiga, tuercen el rostro con disimulo, para no tener que saludarla. ¡Es tan incómodo eso de los cumplidos!

En la platea y los palcos se habla a gritos, se gesticula, se dan carcajadas estrepitosas. La gente entra, sale, se levanta, se sienta, sin preocuparse en lo más mínimo del vecino y sin parar en molestias. Se ve a las claras que vinieron a divertirse cada cual por su cuenta, y lo consiguen aunque a costa de los demás. El que tiene ganas de escupir, escupe; este da unos formidables bostezos; ese se suena a cabezadas; el de más allá se rasca el cogote o se aliña el pabellón de la oreja. Uno que está nervioso hace retemblar, con la vibración de su pierna apoyada en el travesaño delantero, toda una fila de butacas. A poco que se les incitara, serían muchos los capaces de ponerse en mangas de camisa, ingenuamente, sin mala intención ni remordimiento alguno, ¡sólo para mayor comodidad!

El aire hierve. Apenas cayó el telón salieron a docenas las petacas y las cajetillas. En la sala hay dos o trescientos cigarrillos ardiendo. Todo humea, todo se empaña, todo desaparece paulatinamente tras una atmósfera irrespirable, mientras las enervantes y lánguidas armonías del sexteto se disuelven entre el griterío. En la bruma resuenan voces monótonas de vendedores: “¡Pastillas de café con leche! ¡Caramelos de goma y menta!”. Aun lado de la platea hay una dependencia especial, con un rótulo sobre la puerta, que dice: Salón de fumar. La estancia esta profusamente iluminada, pero por completo desierta. De las columnas y los plafones más visibles cuelgan grandes letreros advirtiendo que, por orden gubernativa, el fumar en la sala está terminantemente prohibido. Las mujeres, sofocadas, se abanican; las mejillas arden; los ojos se cierran de escozor. ¡No hay comodidad comparable a la de poder fumar siempre que a uno le da la real gana!

Al empezar el segundo acto nos estamos ahogando. Al frío inicial ha sucedido un calor bochornoso. Suenan toses irreprimibles, y carraspeos asmáticos. Y al poco rato la tos se propaga, se extiende, se hace general, y ya no cesa en toda la noche. A cada momento se producen alborotos, porque los accesos ininterrumpidos de tos levantan airadas protestas: “¡Que se vaya! ¡Fuera! ¡Para ladrar, a la calle! ¡Silencio!”. Los rorros —que por lo visto también los había en el teatro— despiertan sobresaltados y chillan. Es una escandalera y un siseo continuo. Los atacados de tos no tienen más remedio que llevarse el pañuelo a la boca, procurando sofocar su angustia, congestionados, sudando, mientras el vecino prosigue intoxicándoles y envolviéndoles con sus humaredas.

Entre tanto, la representación prosigue, y muy de tarde en tarde logramos oír alguna frase suelta, un eco incoherente de la escena. Pero, a lo mejor, en pleno acto, se presenta un advenedizo, un rezagado inverosímil, solicitando a deshora ocupar su butaca que esta precisamente en mitad de la fila. Nos cargamos de paciencia, nos encogemos. A medida que el importuno se acerca a nosotros, notamos que su angosto paso por la fila produce un sobresalto tremendo. En efecto: el intruso acaba de comprar la única butaca libre que quedaba en taquilla y se ha metido en el teatro únicamente para guarecerse de la lluvia torrencial que esta cayendo en la calle. Y el buen señor, sin prisa alguna, puesto que la función no le importa, y sonriente, por sentirse ya en salvo, va deslizándose a lo largo de toda la fila con el paraguas tras de sí, distribuyendo con toda equidad un hilo de agua sobre nuestras rodillas. ¿Habrase visto nunca una comodidad mayor para enterarse, de manera gratuita e inefable, de que está lloviendo?…

Siguen otros dos actos y otros tantos entreactos. A las dos de la madrugada comienza la agonía, quiero decir la escena culminante de la obra. Y entonces, cuando la niña que teníamos delante ha desaparecido ya por completo, derribada de su pedestal por el aburrimiento y el sueño; cuando empezamos a poder vislumbrar el escenario y oír lo que en él se dice, para enterarnos siquiera del desenlace de la obra ya que no pudimos enterarnos de su comienzo y su desarrollo, se presenta una retahíla de acomodadores, que comienzan a repartir las prendas dejadas en guardarropía, las cuales, aun siendo pocas, bastan y sobran para dar definitivamente al traste con nuestra atención. Es inútil ya luchar más. Entre nosotros y lo que pasa en la escena, hasta que cae el telón, se interpone una danza fantástica de sombreros, paraguas, abrigos, con un rumor interminable de pagos y cobros, un coro de protestas vehementes y un bosque de brazos alzados para lanzar y coger al aire, sobre nuestras cabezas, las prendas volantes. ¿A qué protestar? ¡Es tan cómodo no tener que ir a recoger lo dejado en guardarropía! ¡Es tan practico que os lo traigan a la misma butaca!… De pronto, suena por fin una salva de aplausos. Ya podemos marcharnos: ha terminado la función. Son las tres de la madrugada.

Y lo peor parece ser que todo lo dicho y sufrido nos ocurrió únicamente a nosotros. Los demás no vieron ni sintieron nada anormal, antes por el contrario se divirtieron mucho.

Descontando ciertas noches del Liceo, no todas, y algunas temporadas, cortísimas, de conciertos y tournées de compañías escogidas, en Barcelona no hay manera de divertirse cultamente como es posible hacerlo en innumerables capitales del extranjero mucho más pequeñas.

Mister Asquitih, el ex primer ministro inglés, estuvo hace poco viajando por España. Si por casualidad se le hubiese ocurrido venir a Barcelona, y a nosotros nos hubiera encargado de procurarle una noche, algunas horas de esparcimiento, ¿adónde habríamos podido llevarle? Es lamentable, pero lo más discreto habría sido decirle: “Quédese usted en el hotel, Mr. Asquith. En Barcelona no podemos ofrecerle una sola diversión digna de usted”.

Y, comodidades a parte, ¿os parecería decoroso para Barcelona?…

 

 Agustí Calvet, Gaziel

 La Vanguardia, 16 de abril de 1919

Gaziel, La Barcelona de ayer. Estampas y crónicas (1919-1933). Edición y epílogo de Jordi Amat. Barcelona: Libros de Vanguardia/Ajuntament de Barcelona, 2014, pp. 9-15.